No es tan fácil. En novelas y películas hemos leído y visto el amor, pero bajo un prisma rosado de emociones que flotan sin suelo, de deseo que emerge sin materia, de sentimiento que explosiona en el vacío, de respiración a la que falta el oxígeno, de pellizco en el pecho que tiene poca vida a ras de asfalto, a ras de hogar y de anécdotas domésticas. Qué prosaico el asunto cuando se impone la cotidianidad al gran pulso de un instante eterno.

Enamorarse. Palabra tan bella en cualquier idioma como necesitada de concretarse en descripciones y hechos. Decimos, pensamos y sentimos enamorarse como un relámpago y su rayo que nos alcanza y parte en dos, como una tormenta que inunda nuestro hogar en un segundo, como un sol que estalla en el cuerpo y lo incendia, como un castillo que se desploma sobre toda razón y nubla toda lógica.

Hay una película llamada así, Enamorarse (Ulu Grosbard, 1984), con Meryl Streep y Robert de Niro, que recomendamos y que se trata en realidad de un remake de otra joya cinematográfica: Breve encuentro (David Lane, 1945), en la que una mujer  y un hombre casados se enamoran sin remedio. Y en su devenir de ocasionales encuentros, en esa inquietud de la espera, en la prisa de un tren de cercanías y en la fugaz intimidad, comprenden que el amor es solo amor. Y sucede. Y es verdad como es verdad que cada día el alba ilumina la oscuridad.

Todos podemos decir que nos enamoramos y duró lo que se dilata un latido entre dos corazones. Muchas veces, un día, un minuto, una hora, un último momento de ser nosotros enamorándonos.

Porque, por ejemplo, salimos del Hammam enamorados. Y no hay nadie a quien decírselo. Salimos al frío con un calor tan grande que se desprende sin rumbo por el cuerpo. Y nadie mira y nadie está cerca. Pero están.

Comprendemos entonces que el amor tiene identidad por sí mismo, aunque nadie lo reciba. Nosotros, únicos en un lugar singular, amados por las aguas, queridos por las manos extrañas. Enamorados sin saberlo.

Como dice el personaje Blanche en un Tranvía llamado deseo (Tennessee Williams, 1948), que luego llevó al cine Elia Kazan en 1951, protagonizada por Vivien Leigh y Marlon Brando: “Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos”. Como nosotros, que no conocíamos el Hammam ni sabíamos que se podía confiar en su bondad.

Entramos en ese espacio ajeno y nos encontramos con nosotros, con esas criaturas que merecen todo nuestro amor, nosotros, y a las que habíamos olvidado en el barullo de luchar, hacer y crecer. Por fin el amor.

Salimos embriagados del Hammam. Amando las aceras y el sonido de los pasos de vuelta a casa, contentos con nuestro cuerpo, cubiertos del recuerdo de las aguas y los aceites aromáticos, dispuestos a la batalla de un nuevo amanecer, como el alba batalla con la noche.

Y comprendemos. Enamorarse. De verdad enamorarse. Enamorarse de ser uno con el mundo. Amor por nosotros y amor en compañía.

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