Ese pedrusco allí arriba, mítica redondez de mil romances, sugiriendo pasajes literarios, prendiendo la llama de los sueños. “Platero, no sé si con su miedo o con el mío, trota, entra en el arroyo, pisa la luna y la hace pedazos”, escribía Juan Ramón Jiménez en Platero y yo (1914), relato en el que siempre la Luna proyectaba la historia de un niño de pueblo andaluz. Presente cada noche de cada vida, la Luna tiene poderes: puede cambiar el ánimo según su estado creciente, lleno o menguante, alumbrar veredas o hacerlas intransitables, arropar idilios o impedirlos.

Esa Luna al final de un paseo marítimo, entre las ramas de los bosques, plenilunio en la inmensidad de un desierto y atrezo minimalista en todo decorado. Esa Luna que acuna descansos, acecha en el crimen y luce en la fiesta, es la que quisimos conquistar. Así fue que el hombre se quedó sin quimera.

Este año se conmemora el 50 aniversario de la llegada del hombre a la Luna, cuando la misión del Apolo 11, organizada por la NASA y el Gobierno norteamericano en la carrera espacial entre los EEUU y la URSS, el 21 de julio de 1969 murió de éxito, el comandante Neil A. Armstrong saltó a la superficie lunar y dijo la frase célebre: “Un pequeño paso para un hombre, un gran salto para la humanidad”, con gran impacto social y poco descubrimiento científico.

No: demasiado grande el sueño frente a la realidad. Nada tan bello desde la Tierra, tan lejano e inalcanzable como la Luna, y nada tan decepcionante cuando se llegó, pues toda la magia y la trascendencia quedaron convertidas en un montón de polvo y rocas sin vida.

Aprendimos que su existencia solo se explica desde la nuestra, desde nuestro imaginario que adora un objeto lejano y poderoso, capaz de gestar la imaginación. Pero fuimos hacia ella, buscándola, creyendo que ella no venía a nosotros ni caminaba a nuestro lado: “La luna viene con nosotros, grande, redonda, pura”, se narra en Platero y yo.  No entendimos que siempre es compañera de viaje, que vigila nuestros actos y nos cuida.

Pisar la luna, esa bola de plata en el cielo, de lejos pequeña como perla de un collar, extraña como un deseo inconsciente, luminosa como farola de una calle empedrada, fantasma en los estanques, los ríos, inasible en el agua.

No importa si el hombre alunizó en su ingravidez o todo fue resultado de una batalla más de aquella Guerra Fría.

Porque la Luna ya estaba conquistada en cada cita nocturna, en cada ocaso mientras evolucionaba nuestro planeta. Y hasta Platero, ese tierno burro sin luces, amaba la Luna y el universo: “Platero acababa de beberse dos cubos de agua con estrellas en el pozo del corral”. Y así ha estado tan cerca la Luna, que Platero la pisó en un charco, sin necesidad de navegar por el espacio, pues la Luna ya era suya y nuestra, sin pilotar cohetes a la velocidad del sonido.

Un rincón de cielo nos basta para poseerla.