Una experiencia personal y por supuesto repetible.

Camino por la calle empedrada del Corregidor Luis de la Cerda, saliendo del Patio de los Naranjos de la Mezquita, hacia Hammam de Córdoba, muy cerca un lugar del otro. Viajo así de la historia antigua a la historia reciente que está recuperando la historia. Voy del agua al agua, es decir, de la ribera del río Guadalquivir a las aguas de los baños. El río queda detrás fluyendo como una letanía de vida y hasta de muerte, parte en dos la ciudad y parece ajeno al paso de los siglos, porque es testigo de mil generaciones.

Luego, a media calle, entro por fin en los baños y enseguida me atienden con amabilidad y me conducen al interior de una paz que no parece del mundo ruidoso y turístico del que acabo de salir.

Me esperan allí las fuentes sonoras con pétalos de rosas rojas que navegan muy lentamente y se detienen obedientes en su lecho acuático, al pairo del chorro que cae o se desliza.

Me esperan también los arcos parecidos. De los arcos de herradura en alternancia bicolor de la Mezquita a los arcos repetidos en los baños.

El Hammam cordobés viene a ser un eco de la grandiosa e impresionante arquitectura patrimonial de los árabes en esta ciudad.

Me acuerdo entonces de un relato de Cortázar, Continuidad de los parques, en el que un lector está leyendo en la historia su propia historia. Y el parque de la novela es el mismo parque que puede ver desde su ventana.

Aquí en este sitio pasa algo similar. En el Hammam se puede continuar viviendo la historia y la cultura de la ciudad, que poco antes se ha mirado con asombro. Continuidad de los arcos, de las piedras, de las fuentes, del patio.

Me esperan además las aguas muy frías, templadas y muy calientes, el vapor y las manos, los aromas. Parece que ya lo hubiera vivido, pero no soy yo quien estuvo en el Califato, en el centro de la nuestra época musulmana ni alguna de esas mujeres que se bañaban en las agua de Medina Azahara. Es ahora que yo entro a los baños, como hace siglos lo hicieron otros.

Paso mucho tiempo de una temperatura a la otra, mi cuerpo cobra una vida nueva. Y luego me alivian las manos. Y me ducho, me regalan un pequeño jabón aromático y salgo de nuevo a la calle.

Durante muchos días y semanas siguientes recuerdo esta visita, sobre todo hay un canto constante en esta evocación: el sonido sempiterno del agua, la música plural del agua: la de las fuentes, constante; la que provoca el movimiento de los cuerpos al desplazarse en el agua. En mis cajones de ropa limpia me encuentro cada mañana el jabón y su perfume. Y pienso que es verdad que estuve, siento ese mismo aroma del aceite en mi cuerpo y me doy cuenta de que, sin grandes pretensiones, yo también me he bañado en la historia.

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