¿Cuánto conocemos nuestro cuerpo? ¿Por qué olvidamos ese templo propio que nos contiene? ¿Por qué no atender a las lecciones de un maestro que nos acompaña desde antes de nacer? Pero sí, vamos a hacerlo, porque podemos escuchar y aprender en el Hammam este saber de sí mismo que nuestro cuerpo quiere confesarnos.

Ya estamos dentro. Y en la penumbra la piel resplandece, olvida su pudor adolescente, abre todos sus poros para recibir la escasa luz, respira moléculas de paz y deseo. Así nos murmura nuestra piel paseando entre las velas: la luz que me ilumina viene de mí y se proyecta hacia los otros, no necesito más luz que la interior.

Ya estamos aquí. En las aguas y sus diferentes temperaturas los ojos se cierran a la batalla de un mundo que significa lucha, tal vez inquietud, tristeza, rutina o dolor, y se abren los ojos por fin hacia mis sentidos. Ahora miramos el cuerpo por dentro, que no es solo carne y huesos, sino sangre que pulsa el aliento y da ritmo a los pasos desnudos y al camino que nos espera.

Y aquí, como una brisa delicada que nos envuelve, llegan flotando aromas sensuales que se cuelan por cada rincón de esta estructura que nos levanta cada día, que amanece o anochece colmado de experiencias. Se empieza a distinguir con la fragancia un horizonte que vislumbra nuevas perspectivas de futuro.

Ya entramos a un claustro de niebla ardiente que nos baña de fuera hacia dentro y de nuestro adentro hacia el exterior. En el vapor, el cuerpo se somete a la fiebre de un corazón que busca salidas, que busca nidos y emociones. Y también aflora la fiebre de un espíritu que acaso andaba alborotado y ahora se reconcilia con sus contradicciones.

En la humedad ya estamos tumbados. Sobre el calor de las piedras los músculos descansan, huyen del frío, y de las tensas batallas cotidianas. La cabeza encuentra almohada en lo más duro. Los brazos, la columna, las piernas y las manos contactan con nuestras partículas minerales. Es la hora de reconocernos.

Ya nos dejamos recostar antes de tener que erguirse para afrontar lo que venga. En el tacto de esas manos que caminan de paseo por la piel, manos que masajean más allá de la carne, porque alivian tensiones. También los huesos reciben el masaje como esa caricia que siempre han deseado y esperado, pues esas manos contradicen su dureza materia y comprenden no solo nos mantiene de pie, sino que nuestro andamio por las nubes y los sueños.

En la música, en el silencio, en “el canto del agua que sólo tú escuchas” (José Hierro) cuando sumerges la cabeza bajo su densidad, los oídos aprenden a elegir los sonidos de sosiego, como banda sonora o música acuática (Händel) que cierra la puerta al ruido.

Así nos ha contado el cuerpo, sotto voce, quién es, qué siente, qué necesita. Y ese relato tan necesario nos ha hecho más sabios para la vida.

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