Me tumbo en el agua cálida, a la perfecta temperatura del cuerpo, como si me dejase caer sobre la mejor cama del mundo. Un suspiro de alivio… El agua me absorbe, se lleva mis tensiones y mis contracturas. Cierro los ojos. Quizá estoy en el paraíso. Cuando los abro de nuevo, centenares de estrellitas diminutas centellean en la bóveda del hammam. Entonces, mientras respiro de manera profunda y mi estrés se va disolviendo, recuerdo aquella noche extraordinaria de mi adolescencia, cuando miles de estrellas cayeron sobre mí como un regalo de los dioses.

Las perseidas no fueron un sueño (Por Ángeles Caso)

Yo vivía en Oviedo. Y allí, donde el campo es montaña y la montaña es gloria, teníamos la costumbre de “salir al monte” casi todos los fines de semana. Al menos mientras duraba el buen tiempo. Cuando la excursión era breve, cargábamos nuestras mochilas con comida y sacos de dormir. Y cogíamos un tren de cercanías, el Vasco, que nos dejaba en cuarenta minutos en Fuso de la Reina. En las estribaciones de la sierra del Aramo.

Iniciábamos el camino por la carretera hasta Peñerudes y luego ya monte arriba, trepando por la Mostayal, hasta alguna de las cabañas de pastores que siempre permanecían abiertas y que nos servían para dormir. Aquel día tuvimos que esperar en Peñerudes a un amigo que llegaba de viaje y se incorporaba más tarde al grupo. Se nos hizo de noche, pero no nos importó. Conocíamos el camino, y estábamos seguros de no perdernos. Seguros y equivocados: hacia las 2 de la madrugada, cansados ya de caminar en medio de la oscuridad sin divisar ninguna cabaña, decidimos extender simplemente nuestros sacos y dormir allí, bajo las estrellas, aprovechando que la noche era cálida.

Y entonces, ya tumbados, a punto de dormirnos, comenzó: empezaron a caer las “estrellas fugaces” –así las llamábamos entonces, ignorantes del fenómeno de las Perseidas–, primero lentamente, una tras otra, hasta que el cielo entero se llenó de chispas de luz y de hermosas estelas refulgentes, como una extraordinaria lluvia de oro que tal vez nosotros éramos los únicos seres del mundo en divisar.

No sé cuánto duró toda aquella belleza. Veinte minutos, quizá media hora. Cuando comenzó, alguien dijo: “¡Hay que pedir deseos!” Imagino que todos nos pusimos a la tarea: “Deseo terminar bien los estudios. Deseo encontrar un buen trabajo. Amar y ser amada. Viajar mucho. Ser feliz, ser feliz, ser feliz…”

Al cabo de un tiempo, eran tantas y tantas y tantas. Que resultaba ya imposible seguir pidiéndoles sueños. Imposible y absurdo: dejamos de soñar y decidimos simplemente quedarnos allí, debajo de toda aquella hermosura, viviéndola en silencio, gozándola, formando parte de ella.

También nosotros éramos estrellas diminutas y fugaces en medio del universo. Nuestras vidas serían así. Ina chispita de luz que se desvanece y que deja tras de sí una estela. Que dura un instante para luego fundirse en la nada. Éramos muy jóvenes, y todo ese fulgor apenas estaba comenzando. Pero pensamos –no, supimos, como si las Perseidas estuviesen dejando caer sobre nosotros, al mismo tiempo que su esplendor, su viejísima sabiduría– que desde ese momento cada uno de nosotros sería responsable de lograr que ese paso breve por el mundo, ese diminuto momento de visible energía que nos había sido concedido, fuera luminoso y alegre y lleno de toda la hermosura posible, para nosotros mismos y para todos los que formasen parte de nuestra vida.

Chapoteo con suavidad en el agua cálida mientras las diminutas estrellas resplandecen allá arriba y, por un instante, me siento en paz.

Ángeles Caso

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