El hammam, o la renovación de la vida, por Joaquín Pérez Azaústre. La presencia salvífica del agua, asentada en su manto nítido de basalto y tibia claridad, es una redención para el espíritu. Nacemos con el año que comienza. Nacemos con la cifra mercurial de una renovación en carne viva. 

Vivimos, nos gastamos, vamos erosionando la sustancia interior que nos configura y nos aturde. Que nos quema la sal de la pasión ante la mansedumbre de una calma líquida. El agua es un regreso. El agua restituye la conciencia anterior del abrazo a la sombra de nuestro nacimiento. Tenemos un recuerdo en claroscuro de lo que fue nacer. De lo que fue alumbrar un cuerpo nuevo. Ese primer grito en el silencio. Y también el primer frío interior. Quemando el aire, con ese latigazo eléctrico de pájaros en las manos pequeñas.

Hemos olvidado lo que nos constituye, pero algo se ilumina en el remanso acogedor del hammam. Dentro de ese letargo abismado desde la oscuridad. Con ese aplomo líquido revestido de luz. Al fondo de un abrazo caliente y sinuoso que nos envuelve el cuerpo. Y nos anuncia que estamos regresando a un lugar perdido de nosotros, a una esencia íntima que habíamos olvidado.

Vivir es olvidar: para seguir viviendo. Y aligerar así el peso en la retina. Su cansancio de horas como un lecho de limo. Para seguir gastando esa esencia íntima. Nuestra única verdad, que sólo con el agua cobra forma. Que sólo nos retorna con un abrazo de agua. Por eso recordamos: no para volver a la vivencia, sino para encontrar un resto propio. El agua configura ese sustrato vivo. El agua restituye nuestra esencia. El agua nos recuerda quiénes somos: el agua del hammam es la renovación para el espíritu.

Vivir es recordar: vivir es ubicarnos en el primer abrazo del silencio. Con cada nuevo año volvemos a nacer, cada 1 de enero se nos vuelve a ofrecer una oportunidad de limpieza en los ojos que acumulan un mundo. Escogemos con qué continuamos, y qué dejamos atrás. Ya habrá tiempo, quizá, de volver sobre los pasos y recuperar los instantes, y las sensaciones, que hoy hemos soltado antes de entrar en el vapor caliente del hammam.

Ya habrá tiempo de restituir nuestro retrato de hoy. Pero el instante final, desnudos de ropajes y de cargas de la vida pasada, antes de introducir el pie en el agua, es una inflexión de eternidad, una especie de salto hacia el vacío cálido del agua, que nos pondrá en contacto con la totalidad: la nuestra y la del mundo. Hay algo de retorno, y de renovación, en el rito ancestral de las termas calientes, en el fuego del agua con la lumbre encendida de nuestra nueva piel. Volvemos a nacer: estamos vivos.

Conectamos con fibras internas de nosotros, con su vinculación con los rostros y voces que soñamos vivir. Somos esa acumulación, somos ese desgaste; pero también el brillo lumínico del agua, el último reflejo en el sol de la tarde que ahora viene y calienta la hoguera del hammam. El agua nos anega, nos cubre la barbilla, nuestros miembros gravitan en el néctar amniótico de aquel primer recuerdo: estamos regresando, volvemos a latir, estamos renovando la cadencia que nos hará afrontar un nuevo año, su nueva vida plena.

La noche del 28 encenderemos una vela propia. Recuperaremos nuestra vieja ilusión, por fin restituida: el poder del deseo, su textura de luz ensoñada en las aguas, una constelación de luces que palpitan. Volvemos a nacer en los sueños latentes que nos renovarán, su primer manantial. La noche del 28 de enero, Noche del Destino en el hammam, con las velas ardientes, cada uno pondrá su deseo a flotar sobre el agua.